La voz que te nombra

julio 14, 2014 at 5:25 pm (Absolut Errolan, Diario ínfimo (Sebastián Irtzuberea))

Esta vez no dilataré con anécdotas, aunque las hubiera habido y fueren por demás graciosas. Me hallo, hoy en particular, pero casi siempre en general, perezoso para la prosa. Si mal no recuerdo, y fuera de este tema, de esta canción que en esta ocasión se publica, tal vez no queden más de tres temas por subir del episodio sucedido en el invierno de 2013, en un improvisado estudio en el medio de la selva chaco-salteña, aportando Errolan su guitarra acústica y voz; el curita Elías su guitarra criolla y su convulsivo estilo para percutir un pandero; y quien suscribe en acordeón y coros.

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Pedazo de…

julio 3, 2014 at 3:48 pm (Los Otros, Uno que cuenta)

Que no se malentienda: adoro pasar tiempo con mi familia, amo a mi familia; y la necesito. Pero no voy a negar que me dio cierto alivio que se fueran a pasar diez días a la casa de campo de mis suegros. La idea original era que fuéramos todos, pero estuve rápido e inventé una excusa de trabajo. Le mentí a mi mujer que una publicación me había encargado un estudio sobre la utilización del lenguaje con fines colonialistas, y para hacer más verosímil la solicitud comenté algo así como que los estadounidenses habían sido muy vivos desde entrada y nominaron a su nación de manera tal que su gentilicio fuera sumamente largo y aburrido como para que la pereza periodística, política y demás rubros donde la pereza se acomode a sus anchas, quisiera abreviar y terminara llamándolos simplemente americanos, ignorando por completo al resto del continente. Buscaba con mi comentario alguna complicidad, un asomo de comprensión, un dejo de admiración, al menos, pero sólo hallé un “ah” que si bien evidenciaba un patente desinterés, mostraba aún más desilusión. Le prometí que intentaría terminarlo en unos cuantos días y que luego iría con ellos. Pero no falto a la verdad si digo que necesitaba por lo menos unos cuantos días de soledad.

Tenían pensado salir ayer por la noche, pero entre una cosa y otra se les hizo muy tarde… se nos hizo, porque si bien no iría con ellos estuve en el meollo de la organización. Al final salieron hoy sábado por la mañana. Maximiliano me dijo algo de un partido de fútbol entre… no recuerdo, pero al parecer era definitorio en algún campeonato; le aseguré que lo veríamos juntos, porque no quería perdérmelo, y además quería ver cómo mi Florcita cabalgaba a caballo, dije y alcé a mi hija, a mi pequeña mujercita, para despedirme. Analía, mi mujer, me pidió que tratara de estar con ellos lo antes posible, pero había algo de sermón en la solicitud. Insistí en que me llamaran apenas llegasen, así me quedaba tranquilo. Así me quedaba tranquilo.

tela arañaNo estaba seguro de lo que quería hacer con esos días por delante; pensé en poner al día algunas labores que todo buen hombre realiza en su casa, y que mi mujer me venía rogando que hiciera desde tiempos inmemoriales: alguna que otra instalación eléctrica, pintar el despacho, ordenar el garaje, actividades todas que renuncié efectivizarlas inmediatamente, debido a que eran tareas de larga duración, y eso pondría al descubierto mi mentira, aunque dudo que a mi mujer le molestara la mentira si hubiese avanzado en tareas que estaban ancladas; sopesé la posibilidad de llamar a algún amigo soltero o a tres o cuatro divorciados y organizar una partuza a lo grande, pero como si no lo fuésemos tanto… Pero justamente por eso desistí (aunque no del todo): porque ya no somos pendejos; a lo mejor, incluso, hasta me ponía a escribir ese trabajo que nunca me pidieron. Es difícil estar preparado para la libertad: una celda, un grillete, al menos te sitúan en algún lugar. Llegué a pensar que mi decisión había sido un capricho sin sentido, al borde del vacío del aburrimiento, y que lo mejor hubiera sido haberme ido con ellos. Pero, bueno: siempre hay tiempo. Podría pasar este fin de semana solo y luego mentir (seguir mintiendo) que me anularon el trabajo, o que me lo postergaron, y el lunes todos juntos y contentos.

Pasado el mediodía recibí el llamado de Analía: habían llegado bien, sin inconvenientes. Me preguntó si ya había comenzado a trabajar. Dije que sí y fingí un matiz que pretendía ser de cansancio o hastío, y que ahora me disponía a cocinarme algo y darme una ducha reparadora. Seguidamente me pasó con los chicos que me hablaron sin disimular su apuro, como queriéndose sacar la obligación de encima para, presto, ponerse a jugar; mi Florcita, prácticamente, me dejó hablando solo. Pensé que mi mujer volvería a rogar por mi pronta presencia allí, pero no.

Puse a hervir unos porotos que luego comería preparados como ensalada para acompañar un bife que se descongelaba en un plato. Eso me dejaba un tiempo para bañarme y, de paso, arreglar con mi conciencia que esta vez había sido sincero.

Mientras me desnudaba en el baño, volví a sopesar la idea de una fiesta, y un cierto entusiasmo me hizo caer en la estupidez de hablarle a mi sexo y preguntarle si se sentía preparado para una aventura, si bien no nueva, al menos no tan frecuentada. Esta estupidez se vio reflejada en el espejo, donde vi a un hombre grande y patético esperando una respuesta de su pene. Consideré que lo mejor sería afrontar la fiesta, en caso que al final la hubiere, con cierta madurez, sin chiquilinadas. Pero el pene, en su lenguaje, me dio una respuesta. Estuve a punto de masturbarme. Incluso le di un par de sacudidas, pero pensé que ya tendría tiempo y toda la casa para eso. Además tenía los porotos en el fuego; no sería responsable distraerse.

Durante la ducha me dediqué a casi no pensar en nada, a asumir y percibir cada movimiento, cada roce, cada olor, cada gota que percutía en mi cuerpo, una mente en blanco, pura sensibilidad, como si mi cuerpo fuera una extensión de ese músculo que segundos o minutos atrás se había mostrado animado, testigo de la huella que el jabón, deslizándose como un delfín, iba dejando, una nube de espuma en torno a un pedazo de carne dejándose caer… todo un pedazo de carne dejándose estar. Un bodoque de carne en forma de cuatro para enjabonarse hasta el último extremo, y un mazacote, también denominado pie derecho que vuelve a apoyarse sobre el suelo, ya cubierto de espuma, y el pedazo de carne que vuelve a ser un uno para inmediatamente, y con el ascenso del mazacote llamado pie izquierdo en su afán de ser aseado como corresponde, volver a ser un cuatro.

Creo que me dejé llevar demasiado. Fue justo cuando sentí que el pie derecho, el que se afirmaba sin confianza sobre el suelo de la bañera, se deslizaba como antes lo hiciera el jabón… sólo que al jabón lo manejaba yo. Quise apoyar el izquierdo, pero la maniobra, al ser tan brusca y desesperada, ocasionó un efecto contrario. Llevado por no sé qué imaginación comprendí que sería apropiado aferrarme a la cortina de la ducha y tiré un manotazo. Pero en mi baño nunca hubo cortinas sino mampara. El de la mano derecha fue el penúltimo dolor que sentí.

El haber pestañeado… más bien: el haber cerrado los ojos con fuerza, me pareció un reflejo lógico para una caída. Al abrirlos, pude ver desde mi posición, que suponía horizontal, la mampara resquebrajada. No sentía dolor, así que agradecí que el golpe no hubiera sido tan grave. Tuve la sensación de que un líquido caliente corría debajo mío, pero las gotas de la ducha que me salpicaban en la cara eran más frías. No pude saber qué me molestaba más de esa contradicción. De pronto percibí olor a quemado. ¡Por supuesto: los porotos! Entonces no había sido un simple pestañeo, el reflejo inconsciente de cerrar los ojos; había estado desmayado. Debía apagar urgentemente el fuego de los porotos porque si no la ensalada tendría un sabor muy fuerte. Al final tendría que comerme sólo el bife. Al final tendría que comerme, solo, el bife.

Pero no pude levantarme. Claro que podía ser efecto de la misma conmoción, y que en cuanto fuera recuperando la percepción, los sentidos, recuperaría también la fuerza y la voluntad. Esperé un tiempo que creí conveniente y volví a intentarlo. Pensé que gritar sería también inútil, pues nadie me escucharía. Aun así, lo hice. O creí hacerlo, porque ni siquiera me escuché yo. Supuse que era del propio aturdimiento del golpe, pero puede que el grito se me hubiera atascado y nunca saliera.Gotas de lluvia

El olor a quemado es cada vez más intenso, las gotas en la cara son cada vez más frías, pero es en el único lugar donde las siento, aunque el agua de la ducha sigue cayendo a borbotones, lo veo, lo presiento. Oigo a lo lejos un teléfono que suena, pero es probable que sólo sea mi imaginación, un deseo. Sé que volveré a intentar levantarme o gritar para que alguien me oiga, aunque me pese el miedo de comprobar que ahora, más que antes de la caída, vuelvo a ser sólo un pedazo de carne, un bife que se descongela al tiempo que se desangra.

(N dela R: Relato extraído del libro Tiempo de sobras, de Ariel Chocaklián, 2013; Editorial Balderrama.)

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