La terraza indiscreta

May 29, 2010 at 6:17 pm (Diario ínfimo (Sebastián Irtzuberea))

El cambio de vivienda me ha propenso a la ornitología; en el piso anterior sólo veía palomas de ciudad, pero en éste, la fauna con plumas se ha ampliado. Todos los días, se posan dos torcazas en la medianera que nos separa de los vecinos de la izquierda, aunque no siempre están juntas. Son grises. Ambas tienen como un collarcito negro, como una camisa manchada por la sudoración de la nuca. No sé si son pareja, pero se nota un carácter dominante en una de ellas, aunque ignoro si es la hembra o el macho, y es la torcaza que nos visita más a menudo. En esa medianera ensayan sus coros o sus solos, aunque a veces demasiado temprano, para mi gusto. Pero ese gorjeo no me desagrada, más bien me lleva a lugares en los que siempre me recuerdo tranquilo, sin ninguna preocupación que no pueda ser acallada por una simple brisa, que apenas si mueve las hojas de los árboles, pero refresca y hace que en suelo salten las manchitas de luz que se cuelan. Y despertarme así me cuesta mucho menos que de la mano del despertador o de ese otro bicho que había empezado a interrumpir mis madrugadas; nunca lo vi, aunque presumo que también pertenece al reino de los pájaros: se me hace que es una cotorra, o una cacatúa que se ha tragado una matraca y ahora intenta escupirla. Se pone ahí, cerquita de nuestra ventana, sin importarle que haya un gato a menos de dos pasos suyos, y cuando digo «suyos», me refiero a los de la cotorra; tal vez se deba al desarrollo de la irreverencia por parte de los alados, o por la débil propensión de la gata a emprender movimientos que impliquen algún esfuerzo. Las dos tórtolas también la ignoran, y se pasan muchos momentos del día sobre la medianera. Igual, la expresión de sus ojos me dice que están alerta, preparadas a la sorpresa, esa sensación de «algo va a pasar» que tanto ejercita la curiosidad. Me parece que la cantante principal es la que nos visita más a menudo (¿debo decir «nos visita»?; la naturalidad con la que se comporta es muy anterior a nuestra llegada a la casa, aunque también se ve que está acostumbrada al público); la otra no sé si actúa como tutora o doncella de la artista, de igual forma, siempre está en un segundo plano.

Un poco más alejadas, ensayan las gaviotas. Con ayuda de unos binoculares traté de deshilvanar su coreografía. Había movimientos que se repetían, parábolas y geometrías, pero no estoy seguro que fueran hechas por una misma gaviota. Las figuras son amplias y plásticas, pero se quedan en una parodia de la puesta del cóndor. Aún así me proponen más calma que ese estilo contemporáneo de coreografías que ejercen las golondrinas. Creo que son golondrinas, aunque yo las recordaba de más tamaño. Ensayan antes que las gaviotas, es decir, cuando llegan las gaviotas a la sala, las golondrinas se van a los camarines, mutis por foro.

Así estaba yo el jueves por la tarde, binoculares en mano, en el palco de mi terraza, ornitologuenado (debo reconocer que, de tanto en tanto, echaba una pispeada a las ventanas de los edificios para estudiar otro tipo de pajarones, y a ver si me apuntaba alguna que otra teta; aquí el asunto dejaría de versar sobre «pajaritos», y abordaríamos el de «pajeritos»), cuando me levanté de repente en busca de otra cerveza y sentí el sonido seco de algo que se rompe: me había olvidado que tenía sobre la panza mis lentes de «ver normal». En ese instante lo supe (uno reconoce ese sonido como el del valor de la moneda que se nos cae): se me había roto un lente como castigo por querer ver más allá de lo que la naturaleza me propone. Me pasé la mayor parte del viernes interpretando el mundo detrás de un cristal fraccionado, pero ese es otro tema. Esa noche, después de cenar, me quedé sentado en la terraza, tomando la fresca, con una calma y un silencio sideral, esperando que pasase silbando el sereno de este teatro. De tanto en tanto trataba de llamar la atención, a ver si venía, y le cantaba despacito: «La lechuza, la lechuza hace shhhh, hace shhhhh…».

MENSAJE INSTITUCIONAL

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Atención al consumidor

May 20, 2010 at 7:01 pm (Uno que ensaya)

Puesto que ese aviso no fue publicado, nos cuesta aseverar la veracidad del rumor, pero cuentan que en Inglaterra se tenía prevista una campaña cuya publicación coincidiría con la culminación de la liga de fútbol de dicha isla. Supuestamente, el aviso era el siguiente (lo conseguimos mediante la diligencia del detective Gauna, pero la veracidad de éste tampoco es algo que podamos aseverar):

Texto: «Rooney: disfruta un Wayne rojo». El juego está en la parecida sonoridad entre el nombre del jugador del Manchester y «wine» (vino).

Las razones de su truncada publicación son obvias, puesto que la liga no favoreció al patrocinador del aviso, no obstante, los espacios cedidos o comprados debían utilizarse. Para esa fecha, un nuevo aviso colmó la gráfica inglesa (y esto es comprobable, puesto que tenemos los recortes de diversas publicaciones británicas). Fue el siguiente:

Texto: «Si tu osa/o no se calienta… tómala/o con calma». Vuelve el juego sonoro entre «bear» (oso) y «beer» (cerveza). Luego aparece la bebida promocionada y, junto a la marca, su eslogan, que no se alcanza a leer en esta muestra, pero que reza: «Nada me calienta».

Lo importante no es qué, sino que se consuma, lo que sea. La conclusión, por supuesto, no es para nada innovadora, pero tal vez haga reflexionar a algunos de aquellos que siguen empeñándose en creer que una liga de fútbol connota un deporte y no un espectáculo de cabaret. Más aún: que una liga de fútbol no ha dejado de ser (al menos) un espectáculo cabaretero para convertirse en un mero producto, en una oferta de góndola de este gran Súper Mercado.

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El hombre del auto gris

May 19, 2010 at 4:47 pm (Diario ínfimo (Sebastián Irtzuberea))

Hace unos días tuve la sensación de que me seguían. Es raro porque mis paranoias no están lejos de las básicas estipuladas para cualquier ciudadano común y corriente. Primero fue un auto gris, creo que era gris, merodeando mi manzana. Estará buscando estacionamiento, pensé; acá eso es muy natural (no el pensar, sino el buscar plazas para aparcar). Pero al día siguiente, por la mañana, volví a ver ese auto, e imaginé que el conductor se las había visto peludas la noche anterior y que en cualquier momento se dormiría al volante. Evidentemente, no intentaba estacionar. Aún quedaba una posibilidad: que fuera un taxista encubierto, pero ¿para qué un taxista querría pasar desapercibido? Deseché esta posibilidad, pero debo admitir que me hubiera intrigado una barbaridad una profesión, un oficio, un trabajo de esta índole.

Le comenté la secuencia a Leira, y el Licenciado me dijo que justamente eso quería comentarme, y que por eso me había hablado. «¡Pero si te he hablado yo!», lo corregí. «Da igual», no le importó e inmediatamente pasó a contarme eso que justamente quería. Leira me dijo que hace menos de una semana llegó a la redacción la carta de un lector: «un minúsculo y ligero ensayo acerca de la reinserción social, cuyo único aporte consiste en citar dos pensadores muertos hace más de dos siglos como aval intelectual»; le pregunté cuál era la relación con lo que yo le había comentado al principio de la conversación, y me contestó que él había percibido, leyendo entre líneas, que la carta encerraba una criminalización de mi persona, que, en cierta manera, me trataba de delincuente, o de salvaje o algo por el estilo; le pregunté si en la carta me nombraba, y el Licenciado me respondió que no, pero que tenía que ver con algo que escribí; le resté importancia diciendo que seguramente era la broma de un mocoso engreído que se pasa la vida dándose gozo con Internet; me dijo que era muy probable, pero que además ese mocoso había adosado a la carta un cronograma con mis horarios de salida y de entrada al edificio, y que, además de los ademases, se completaba con acciones que llevé a cabo dentro de mi vivienda, durante los tres días anteriores a la carta; Leira me leyó algunas cosas, sin que pareciera importarle meterse en mi intimidad, como ese otro degenerado que escribió la carta. Muchas de las cosas coincidían. Me abstuve de preguntarle a Leira si se mencionaba el hecho de que, cada vez que compro el pan, le meto un mordiscón a la baguette; no es que arranque la punta con la mano y me la coma, como hace cualquier vecino civilizado, sino que le meto el mordiscón directamente a la barra. También me abstuve de interrogar sobre otro hecho: durante los días lluviosos pasados, Helena y yo nos quedamos sin agua caliente; el calefón se encaprichaba; dos días bañándonos con agua fría. Teniendo en cuenta este inconveniente, y que el jueves por la tarde llovió con ganas, a mí me daba igual, dado que me tenía que lavar con agua fría, si era dentro o fuera de la casa; así que, en bolas y jabón en mano, me metí en medio de mi terraza a bañarme bajo la lluvia, con champú y todo, sin importarme si los vecinos veían a un descerebrado chapoteando en pelotas; después de todo, estaba en todo mi derecho. Me abstuve de preguntarle por miedo a mostrarme en toda mi intimidad; aunque también puede ser que el Licenciado no me leyera esas anotaciones por pudor. Me recomendó que hablara con Gauna, el detective, que para eso estaba cobrando, si es que cobraba.

Pregunté por él y me dijeron que estaría en tal bar; allí me dirigí. La decoración era tan pop que me angustiaba horriblemente: figuras, siluetas negras sobre un fondo blanco, algunos elementos geométricos y minimalistas, aunque para mí, sobraban. Alguien me indagó si tenía reserva y le contesté que sólo estaba buscando a alguien. ¿Qué haría ahí una persona como Gauna?, me preguntaba cuando sentí un bullicio. Un tipo gritaba que de mejores lugares lo habían echado, y no se dejaba empujar. Se acomodó el sobretodo y se quitó el sombrero a modo de cordial despedida de los allí presentes. Fue invitado a abandonar el local. Era el detective. Yo fingí mirar hacia otro lado, revisar un menú mientras todo pasaba. Gauna no estaba sólo: detrás estaba el Chango Vergara, tan borracho como él. Me vio pero hizo como si no nos conociéramos; a veces es discreto el Chango. «Vamos, Humberto, que esto está lleno de caretas», le dijo al detective, pero tratando que todos lo escucharan; y es que a veces no es tan discreto. Salí detrás de ellos. Nos sentamos en un bar de por ahí, más modesto, más acorde. Me contaron que justo los agarraba trabajando, y que por eso estaban en ese lugar, porque el tipo que buscaban solía asistir a esos lugares. ¿Un dandi?, pregunté. «No; un modernito», contestaron casi al unísono y socarronamente, y comenzaron a reírse a carcajadas y a burlarse, al parecer, del tipo que buscaban. Calculé que me llevaría dos horas de apurar cervezas alcanzar el estado de ánimo de ellos, así que decidí comentar mi asunto en otra oportunidad. Antes de salir, Gauna me gritó: «¡Ey! Irtzuberea… Conduce un auto gris, ¿no?». Sólo alcancé a mover la cabeza de manera afirmativa; la idea de que todo el mundo esté al tanto de lo que acontece en mi vida, excepto yo, me pone bastante violento. «¡Puto modernito!», golpeó el Chango sobre la barra, y volvieron a explotar en carcajadas.

Hace unos días tuve la sensación de que me seguían; ya no es una sensación, pero no me preocupa: parece inofensivo. Sólo una cosita: nadie llega a este blog por «azar», sino por «fortuna».

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Jo també sòc del barri, carajo!

May 12, 2010 at 6:54 pm (Diario ínfimo (Sebastián Irtzuberea))

El día de la mudanza, los muchachos de la empresa contratada para hacer el grueso de esta tarea, pararon para comer. Yo hice lo mismo y me senté en un bar a pocos metros de la entrada a mi edificio. La hamburguesa estaba grande y buena, la cerveza fría (me pusieron aceitunas… No dentro de la cerveza, claro), me tomé un carajillo de cognac y la cuenta me pareció bastante menos abultada de lo que yo esperaba. Antes de salir, para continuar la labor postergada, cambié unas palabras con un parroquiano, algo de fútbol. Volví al bar por la noche a tomarme otra cerveza. A mitad de la copa aparece una señora con ganas de interactuar con la concurrencia. Ofrece a los de la barra, entre los cuales me encuentro, unas gambas que acababa de comprar y estaban listas para comer. Le agradezco y me niego con el argumento de que el bocado recibido no justifica el esfuerzo ni la suciedad y el olor que te queda en las manos. El de mi lado y la cantinera se adhieren a estos principios. La señora no tiene reparo en pelarlas ella y entregarnos el bocadito más listo aún. Yo sigo pensando que tampoco justifica el olor que te queda en los dedos, pero no quiero ser descortés y acepto. La señora me cuenta que es la esposa del presidente de la finca de al lado a la mía, y noto que le encanta su posición; más tarde comprobaría que además anda por el barrio ganándose esa posición; tiene militancia. Me asegura que no voy a tener problemas si hago un asado de vez en cuando en mi terraza, siempre que no sea cosa de todos los días. Le digo que no tengo el dinero ni la disposición de hacer un asado todos los días y quizá ni siquiera uno por semana. Vuelvo a mi casa.

Al día siguiente, sabiendo que tendría que acomodar cosas, decido no complicarme cocinando y vuelvo por una hamburguesa al bar. En la barra estaba el parroquiano del mediodía anterior. Me siento a su lado y voy conversando. Está desempleado, se las rebusca vendiendo relojes de imitación, y a veces autos. Cuando estoy dispuesto a irme, el hombre mira al cantinero (creo que es pareja de la cantinera… el cantinero, no el hombre, claro) y le dice que lo de Sebastián (o sea, lo mío) lo paga él. Le digo que no hace falta, que no voy por la vida charlando para ganarme la comida, y que además él está desempleado. Insiste con ese gesto de «por favor» y ya no me niego más. Después, al día siguiente, en una verdulería, faltándome algunas monedas para abonar el total de mi mercadería, la dueña me dice que no hay problema, que ya será para otra vez, y sin conocerme; ahí nomás un cliente se ofrece a pagar lo que a mí me falta, como si fuera una obligación de vecindad. Después vino el suceso de los gatos; quiero ahorrarme esos detalles. Diré que la gata estuvo desaparecida durante tres días. En ese tiempo colgamos algunos cartelitos que algunos vecinos, los no tan generosos, se encargaban de sacar. Decido mover algunas conexiones y voy al bar; me tomo una cerveza y le cuento a la camarera (que por supuesto que me sé el nombre, como también el del hombre de los relojes y el cantinero, sino que no vienen al caso) el problema. Esto fue el viernes. El sábado suena el teléfono. La gata está en el subsuelo de un estacionamiento. Nadie sabe cómo fue a parar, desde el séptimo piso de una esquina al subsuelo de la otra. En esta escena aparece un nuevo protagonista (a éste no le sé el nombre): otro vecino, que es el que llamó y se quedó ahí para asegurar que la gata no se escapara de nuevo, y que después, mientras la Hele esperaba que la gata saliera de debajo de un auto, me mostraría fotos de su gato; y la señora de las gambas peladas (que, aunque no supiera su nombre, o me olvidara, ella se encargaría de recordármelo), que, enterada en el bar del suceso, salió con su perro y no paró hasta que el can, olfateando, diera con el felino, que es, me imagino, lo que toda esposa del presidente de un edificio debiera hacer.

Reconozco que yo me cansé de blasfemar contra este barrio, lo esquivaba cada vez que podía. Le comenté a un amigo que a mí me parecía que sus habitantes no vivían Gràcia, sino sobre el recuerdo de lo que alguna vez había sido Gràcia. «Como de antes de la guerra», ratificó él. Puede ser, pienso yo; y tal vez no esté para nada mal. Me dirán que hay que ir hacia delante, pero ¿quién sabe a dónde queda adelante? Esta época pasada que la Gràcia de ahora intenta revivir, ese barrio, ese pueblo, los habitantes de ese momento también fueron para adelante, para donde creían que estaba el adelante, y se dieron de frente con una guerra, con otra de tantas que ya creían haber dejado atrás.

Por lo pronto, seguiré ahondando en lo que el barrio me depara.

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La fábula del tiempo

May 8, 2010 at 7:19 pm (Diarios de Motoneta (el Chango Vergara))

Si ahora me encuentro escribiendo no es porque me abrumen las ganas ni porque tenga algo que decir; es porque me han obligado. Resulta que un degenerado y alcahuete (que no me extrañaría que fuera el mismo que perseguimos con el detective Gauna; aunque tampoco me extrañaría que fuera otro, porque degenerados y alcahuetes abundan), decía que a un guanaco cualquiera se le dio por llamar a altas horas de la noche a las oficinas de este blog y quejarse de manera insidiosa de la poca actividad ofrecida por los colaboradores de esta editorial en los últimos diez días. El hecho no hubiese pasado a mayores si lo hubiésemos atendido cualquiera de los recién mencionados (incluso yo lo hubiera amenazado con cagarlo a palos), pero la tragedia fue que justo lo atendió nuestro director, que al parecer tampoco había conseguido encontrar algo útil que hacer por la vida. Éste, al borde de la desesperación, comenzó a llamarnos uno por uno. Leira siguió escudándose en sus terribles dolores de espalda; Irtzuberea le dijo que seguía con la mudanza y que además los cambios habían sido muchos más de los que esperaba, puesto que uno de los gatos de su esposa, el Bronson, había perdido sus siete vidas de golpe al caer desde el ático, mientras que la gata, la Ana, estuvo prófuga durante tres días, y apareció en un estacionamiento ubicado en la otra esquina, y que todavía se pregunta cómo hizo para, desde el séptimo piso de una esquina, llegar al subsuelo de la otra. Después me enteré que también había llamado a Gauna, me lo contó el mismo detective: «A ver si entiendo: me contratan para que dé con un delincuente y nomás llegar me veo cargando cajas, llenando y rompiendo el tapizado de mi Taunus, todavía no veo un mango y encima me piden que escriba. ¿Qué más? También van a querer que interrogue a la gata». Escuchar a nuestro director gritando como una loca y gimiendo histéricamente hizo que no pusiera muchas trabas y ahora me halle escribiendo.

Como cualquiera que no tiene nada para decir, hablaré del tiempo.

En mi trabajo hay dos relojes. El martes pasado entro y veo que uno marca las 8.40 (en realidad, las nueve menos veinte, porque es un reloj de agujas). Preocupado por haber llegado con anterioridad al trabajo, miro el otro reloj; las nueve y cinco; me tranquilizo. Durante esa mañana le cambio la pila al reloj atrasado y lo pongo en hora. Al otro día sucede lo mismo: entro al trabajo y casi me infarto de estar regalando mi tiempo de ocio o de sueño; miro el otro reloj y da casi las nueve y diez; me tranquilizo (mi hora de entrada es a las nueve en punto). Entiendo que el problema no era la pila sino el engranaje. Lo extraño es que volvía a marcar las nueve menos veinte. Me acerqué y noté que la aguja del segundero se movía. Con el transcurso de la mañana fui notando que la diferencia de minutos entre ambos relojes aumentaba, que el desfase se hacía mayor; es decir: no se detenía, sino se ralentizaba. No le presté más atención hasta el otro día, cuando otra vez pensé que regalaba mi tiempo: un reloj volvía a dar las nueve menos veinte mientras el otro avisaba que yo había llegado cinco o diez minutos tarde al trabajo. Pensé en esa historia en que un reloj detenido daba dos veces al día la hora exacta. Pero éste no está detenido, sigue funcionando, a su ritmo, pero anda. Pensé también que daría la hora exacta cada vez que el otro reloj le sacara una vuelta, aunque está visto que no le interesa dar la hora exacta. Tiene su propia manera de andar, de entender el tiempo: su día dura sólo doce horas, lo que tarda en completar la vuelta y el recorrido que le fue asignado, mientras que el otro tiene que dar dos vueltas para completar el día; el caso primero tiene más lógica y en él se halla implícita la protesta para que le aumenten las doce horas que le faltan; así sería un reloj normal de veinticuatro horas.

Moraleja: Si todos corren abarrotados hacia el mismo lugar, no significa que tú tengas que hacerlo; la hora exacta, el tiempo es un invento; cada Uno a su ritmo. No es problema de pilas sino de engranajes.

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